¿Por qué educar a los hijos de otros? (I)

Cuando hablamos del rol del Estado en la educación es usual mezclar tres asuntos separados: ¿Quién debe recibir educación y quién debe pagarla? ¿Quién debe suministrar el servicio y como remunerárselo? ¿Quién debe decidir el contenido de lo que se enseña y los requisitos de los docentes? Y aún, ¿Qué es educación? La mezcla aumenta el factor emocional y dificulta llegar a acuerdos.

Salud y educación

Para complicarnos más, le adicionamos a la discusión otros temas, y discutimos de junto sobre “salud y educación” como si las bases para la inclusión o exclusión de estos dos asuntos en el rol del Estado fueran las mismas. No lo son. Podemos forzar a los adultos a ahorrar durante su vida para pagar total o parcialmente por sus necesidades médicas, o al contrario, podemos reconocerles la libertad y responsabilidad para no hacerlo, y afrontar las consecuencias -sin pensar mucho en la diferencia entre querer y poder. Pero la educación primaria y secundaria va dirigida a quienes, en su totalidad, aún no pueden, ni tomar decisiones ni generar ingresos.

Aunque el problema de la adecuada nutrición infantil se parece al dilema de la educación señalado arriba, es mucho más claro que la responsabilidad de una adecuada nutrición infantil debe, por razones prácticas, con o sin asistencia social, corresponder a los adultos con quienes los menores viven, y no colocarse dentro del rol de los servicios de educación, lugar donde no pertenece aunque no se pueda educar a un niño hambriento, y donde además llegaría tarde para remediar el efecto de la desnutrición. No es que la salud sea menos importante, y no es que no tenga conexión con el aprendizaje, es que tanto énfasis en la conexión de la educación con la salud perjudica más de lo que ayuda. Se nos olvida que los problemas complejos hay que cortarlos en pedazos para llegar a soluciones.

Nuevamente: ¿Quién debe recibir educación? ¿Quién debepagarla?

 

Si la educación solo beneficiara a quien la recibe (o a los padres de quienes la reciben) sería válido, antes de responder a la pregunta, debatir si la educación es un derecho o un privilegio, pero si el beneficio fuera general, entonces, aunque fuera un privilegio y no un derecho natural, podría convenirnos otorgar ese privilegio a todos, inclusive a adultos, y convertirlo en un derecho legal. Por eso el análisis debe comenzar por aclarar esta última cuestión –la de quienes son los beneficiados- aunque para bien o para mal, nuestros constituyentes ya decidieron establecer a la educación como un derecho, y fijarle al Estado una obligación, un tanto ambigua, de proveer educación a los habitantes. Vale mencionar que los artículos constitucionales correspondientes no están dentro del capítulo de derechos individuales y no requieren de una Asamblea Constituyente para ser modificados, caso alguien quisiera proponerlo.

Pero ¿por qué podría beneficiarnos el educar a otros?

Seguramente una población más instruida haría a algunos sentirse más cómodos y “civilizados” aunque no redujera males como el maltrato a los niños o el acoso sexual. Es posible que más educación, al reducir creencias equivocadas, reduzca algunos de nuestros problemas de comunicación, o mejore la eficiencia de los servicios o la nutrición de niños y adultos, y tal vez la protección del ambiente o la igualdad para las mujeres. Sin embargo, aun si nos prometiera todo lo anterior y nos garantizara los más corteses, responsables y bilingües pilotos de buses, muchos lo verían como un método costoso de obtener resultados inciertos o beneficios discutibles tal vez más obtenibles por medios más económicos, en fin, lujos por los cuales no están dispuestos a pagar. Además, el alto número de personas instruidas que constantemente observamos infringiendo las más básicas normas de educación y convivencia es suficiente para ver con escepticismo cualquier promesa de este tipo.

Otra razón para pensar que educar a otros nos beneficia a todos podría estar en nuestro sistema de gobierno. Es válido preguntarse si la democracia puede producir buenos resultados en países con baja escolaridad. Es posible argüir que un pueblo sin educación solo puede salir del subdesarrollo con un dictador ilustrado y benevolente, pues el sufragio universal en un pueblo sin instrucción y mucha pobreza solo trae demagogos y malas decisiones. Como el tiempo de esperar por el surgimiento de benignos lideres dictatoriales capaces de empujar a creyentes y agnósticos hacia algo mejor ya quedó atrás, continúa el argumento, no nos queda más que apostar por la educación. Ojalá fuera así, pero la evidencia muestra que, en las decisiones de los electores, la educación formal es solo un factor que no pesa más que otros, como el nivel económico o inclusive el sexo del votante, sin entrar a tratar de distinguir entre decisiones “buenas” y “malas”. El espacio aquí es insuficiente para profundizar en esto.

La igualdad de oportunidad

Hay sin embargo un beneficio general de mucho peso, que creemos justifica suficientemente el establecer la obligación de todos a sufragar el costo de educar a otros: la gran nivelación en oportunidades de progreso personal que, a través de un impulso positivo y sin perjudicar a los más afortunados, la educación provee a los que la reciben al inicio de su vida. Una buena educación universal lleva a una mayor movilidad social, a muchas historias de éxito personal, facilita y hace viable que con el tiempo las personas puedan lograr una posición económica más relacionada a su esfuerzo y habilidad individual, y debería resultar en menos malestar y rencor en nuestra sociedad. Esta tal vez debería ser la razón principal, pero no lo es, pues muchos no compartirán nuestra opinión. Tampoco lo es un natural sentido de solidaridad humana hacia los niños y jóvenes.

¿Y entonces?

Continuará…

Guatemala, 22 de Febrero 2016   –   Enrique Maza Zayas

 

Si le pareció lo que leyó, por favor ¡compártalo!: